El uso de la turba como combustible doméstico y como material de construcción es conocido desde tiempos remotos. Sin embargo, su uso en el pasado era para satisfacer las demandas energéticas de pequeñas comunidades, lo que tenía un escaso impacto ambiental. En los últimos 40 años, debido a sus buenas propiedades para la mejora del suelo, se ha extendido su uso en jardinería y horticultura, originando la extracción y uso de turba a gran escala. Este uso ha tenido un efecto muy negativo en las turberas europeas, muchas veces reservas naturales de gran valor ecológico y con un paisaje muy peculiar.
Turberas en buen estado absorben y almacenan carbono, pero cuando se degradan el carbono se libera a la atmósfera en forma de dióxido de carbono. Las turberas en las montañas y en el norte de Europa acumulan una gran cantidad de carbono, siendo el equivalente a los bosques de latitudes tropicales, por lo que su destrucción contribuye de manera significativa al cambio climático.
Las turberas pueden también verse afectadas por la erosión, sobre todo en áreas de montaña con gran afluencia de público y con existencia de ganado. tierraErosión natural por nieve, exceso de lluvia y viento también ocurre, especialmente si la vegetación que las protege ha sido alterada por actividades humanas y ganaderas. Por ello, en la montaña es siempre recomendable ceñirse a los senderos habilitados para los caminantes e intentar dañar lo menos posible la vegetación que protege el suelo.
En lugares como Escocia e Irlanda, donde están las mayores reservas de turba de Europa, su uso masivo está destruyendo valiosos hábitats en zonas pantanosas y ciénagas. Estas turberas albergan las mayores reservas de avifauna del norte de Europa. Por ello, organizaciones de conservación de aves como la prestigiosa RSPB recomiendan el uso de abonos que no contengan turba, o incluso mejor, utilizar compost procedente de nuestros residuos orgánicos para abonar parques, jardines y pequeños huertos.